Tras la anexión de Austria a la Alemania nazi, como tantos otros judíos de clase media, Emma lo ha perdido todo: expropiados a la fuerza de su céntrico piso y de su fábrica de artículos de celuloide, su marido ha muerto asesinado en el campo de Dachau. También ha perdido a su hijo, Samuel, en la España republicana: según parece, allí colaboraba con el enemigo.

Ahora solo le mantiene la esperanza de poder presenciar el castigo, mejor dicho, la venganza contra los nazis. Pero hay días que ni siquiera el odio es suficiente para seguir: está desesperada y ha intentado acabar con su vida. Hablar con Adolfo, su marido muerto, la mantiene con vida. En el tormento de las interminables noches del duro invierno, sin poder dormir, Emma intenta redimir a su hijo muerto porque no es posible que Samuel fuera “de ellos”: la memoria de su hijo colisiona con su deseo de venganza.

Por eso, su tenaz intento de justificación del hijo nazi se apoya en una incredulidad difícilmente sostenible. Con su apasionado monólogo, Emma escudriña en el pasado y, sin querer, da paso a la autocrítica. Muy a su pesar, tiene que reconocer su consentimiento pasivo hacia los que ahora son sus opresores: ha sido responsable de la implantación en Austria de un sistema corrupto e inmoral y, también de algún modo, ha causado la perdición de su hijo. Emma descubre que una falsa mansedumbre conyugal la ha enajenado:
en realidad, solo fue su excusa para no comprometerse con la verdad.